La sacralización de una ribeira pagana
Contrariamente a lo que muchos puedan pensar, el nombre de Ribeira Sacra es relativamente reciente, ya que aparece a raíz de la creación de la denominación de origen vinícola.
A mediados de los años 90 del pasado siglo, cuando sus impulsores buscaban una identidad capaz de abrazar sus ríos, sus riberas y su historia, hallaron la inspiración en un documento encontrado en el monasterio de Sta. María de Montederramo, fechado en el año 1124. El documento mencionaba la Rovoyra Sacrata, un término de significativa fuerza evocadora y sin duda representativo de este paisaje, aunque sin referencias claras que permitiesen situarlo en un punto preciso del territorio.
Además, las investigaciones posteriores señalaron que aquella enigmática Rovoyra Sacrata surgía de un latín ya teñido por la lengua romance de la época, y que su sentido más verosímil remitía a un ‘robledal sagrado’, quizá una honda resonancia de antiguos cultos o de una geografía espiritual perdida. Pero ni la grafía incierta ni las interpretaciones divergentes permiten hoy descifrar con absoluta certeza qué quería decir realmente aquel escrito medieval así que, la verdad, como tantas otras en estas tierras antiguas, permanece velada por la niebla, suspendida entre la memoria y el mito.
Esa breve huella medieval, apenas dos palabras trasladadas a través del tiempo, sirvió para dar ese nombre a un paisaje que parecía esperarlo desde siempre.
Para nuestra familia es un honor haber estado presente en esos inicios en varios sentidos. Por una parte, José Moure, fundador de Adegas Moure en los años cincuenta, fue una de las principales fuentes a las que acudió Carlos Mouriño para documentar la historia de la viticultura en la región y su situación en los años ochenta, cuando Adegas Moure, antes de la creación de la D.O., ya era una empresa consolidada y referencia para otros emprendedores. Por otra, aunque José (Pepe de Cuñas, para todos los que lo conocieron) no pudo ver realizado su sueño de que su tierra, su mundo y su trabajo alcanzasen la dignidad que él consideraba que debía tener, sus sucesores, Evaristo Rodríguez y José Manuel Moure, fueron algunas de las voces que, en aquel momento en el que, a las puertas de hacer oficial esta D.O., fueron de los primeros en apostar por ese nombre con el que, desde entonces, empezó a ser conocida toda la zona.
Así nació la Ribeira Sacra tal y como la conocemos hoy. Sin embargo, esta breve explicación se queda muy lejos de contar la verdadera historia de la espiritualidad de esta tierra.
Antes de que los monjes levantaran muros, hiciesen sonar las campanas por los valles y llenasen las laderas de bancales, ya existía un culto silencioso a la naturaleza, una reverencia hacia el misterio que late en la piedra y en el agua. Aquí, la raíz de lo sagrado viene de un tiempo en el que los dioses no habitaban templos, sino montes, ríos, fuentes, cuevas y estrellas. Y lo hicieron durante al menos 4500 años antes de la llegada del Imperio romano y del cristianismo.
Ese es nuestro legado sagrado más antiguo. Un legado que transmite generación tras generación el mensaje de que lo divino se revela en la materia misma de que está compuesto el paisaje: en la dureza del granito, en el murmullo del agua, en la quietud de los montes… En la idea de que no existe distancia entre el alma humana y el alma del mundo. Así comenzó una manera de espiritualidad que no necesitaba intermediarios, una fe que veía en la naturaleza no solo sustento, sino presencia: la certeza de que el mundo estaba vivo y que en él residía, silenciosa, la divinidad.
Las piedras se alzaron como palabras que el viento no podía borrar
A finales del Neolítico empezaron a levantarse los primeros monumentos megalíticos en Galicia: dólmenes, menhires y alineamientos de piedras verticales.
Los dólmenes son cámaras formadas por enormes losas, concebidas como umbrales entre la vida y la muerte donde se evocaba y honraba a los antepasados. Desde el punto de vista arqueológico, los dólmenes presentan variaciones (corredores, cámaras simples, mámoas con distinto tamaño) que reflejan diversidad cronológica y funcional y, además de servir para enterrar a los muertos o custodiar ofrendas, es probable que actuaran como hitos de pertenencia o delimitación de espacios comunitarios, marcas que decían “aquí vivimos”, “aquí pertenecemos”. Estudios arqueológicos recientes han datado materiales asociados a algunos de estos monumentos y muestran una continuidad y evolución del uso megalítico durante milenios en la región.
Junto a estos sepulcros surgieron también menhires y agrupaciones de piedras hincadas. Su función exacta sigue siendo objeto de investigación, pero la evidencia arqueológica y la comparación con otros territorios atlánticos sugieren que actuaban como marcadores simbólicos del territorio y, en muchos casos, como espacios culturales relacionados con la observación del entorno y del cielo. Situados en cumbres, lomas o entradas naturales a los valles, funcionaban como auténticos faros pétreos que ayudaban a estructurar el paisaje físico y espiritual de aquellas comunidades.
Los petroglifos constituyen otro testimonio clave de la relación entre las comunidades prehistóricas y su territorio. Sus motivos (círculos concéntricos, combinaciones de cazoletas, figuras animales, espirales…) revelan una rica tradición gráfica compartida con otras regiones atlánticas, pero con un sello propio. Grabados en afloramientos visibles desde lejos o junto a viejos caminos, estos diseños actuaban, probablemente, como señales de identidad y espacios rituales y, en muchos casos, marcadores del paisaje. Mirarlos hoy es asomarse a un pensamiento antiguo que eligió la roca como cuaderno para dialogar con el mundo.
Finalmente, aparecieron los castros. Sus murallas, parapetos y viviendas circulares —levantados con la misma técnica paciente que exige el granito— muestran cómo la roca fue soporte funcional, defensa y materia de vida cotidiana. Pero también fueron espacios donde la arquitectura se fundía con la colina, creando una continuidad simbiótica con el entorno que recuerda a los megalitos y petroglifos anteriores. En cada castro, la piedra se convierte otra vez en la línea que une a la comunidad con su paisaje.
Los vestigios invisibles
Las piedras cuentan una parte de la historia. Los menhires que se alzan hacia el cielo, los dólmenes que custodian la entrada a la noche eterna y la iconografía de los petroglifos son las huellas más sólidas de las antiguas comunidades del noroeste. Sin embargo, hay un segundo archivo, menos evidente, que también ha sobrevivido milenios: palabras que bautizan montes y ríos, relatos que se transmitieron sin ser escritos, figuras que siguen apareciendo en la imaginación colectiva como herederas de un pasado remoto.
Entre esas figuras se encuentran las mouras, casi siempre vinculadas a lugares donde el paisaje conserva una densidad especial: fuentes de caudal constante, rocas aisladas, túmulos que dominan un valle… Sus historias coinciden con las de otros seres femeninos de la Europa atlántica, guardianas de enclaves antiguos y símbolos de continuidad entre la tierra y quienes la habitan. A menudo las leyendas sugieren que ellas y los mouros fueron los artífices de los propios monumentos pétreos, lo que podría ser un eco de su asociación con un tiempo primordial.
Las xacias, por su parte, remiten a otro tipo de espacio sagrado: el agua. Su carácter híbrido encarna el misterio de los ríos oscuros y de las lagunas profundas, lugares que las comunidades antiguas consideraban puntos de contacto con lo invisible. En su figura se mezclan funciones de fertilidad, adivinación y peligro, características compartidas con otros espíritus acuáticos europeos.
Cuando se combinan las evidencias materiales con los restos intangibles del folclore y la toponimia, emerge un panorama espiritual coherente: un mundo donde la naturaleza era habitada por seres protectores o ambivalentes, y donde cada fuente, cada monte y cada piedra podía ser un santuario. En ese tejido sobreviven mouras, xacias y deidades locales, recordándonos que la memoria de las primeras creencias no solo se graba en piedra, sino también en la palabra y en el paisaje.
La traducción de un santoral pagano
La invasión romana no borró esa voz ancestral, sino que se limitó a traducirla. Los dioses locales adoptaron los nombres de los dioses latinos equivalentes, transformándose la diosa Nabia en una ninfa, Bandua en el dios Marte o Lug en Mercurio. Los templos romanos se alzaron sobre santuarios galaicos y las mismas piedras que antes eran veneradas en sí mismas pasaron a ser aras romanas. Nació así una fe híbrida en la que las antiguas creencias seguían vivas bajo nuevos ropajes, sobreviviendo al cambio de idioma, de rito y de poder.
Tras la autorización del cristianismo por parte de Roma, el eco de la nueva fe avanzó lentamente hacia los confines del noroeste peninsular. En la Ribeira Sacra supuso la llegada de los primeros anacoretas, hombres y mujeres que, movidos por el deseo de una vida ascética y silenciosa, encontraron en este paisaje un espacio ideal: refugios naturales, cuevas ya cargadas de significado simbólico y montañas que, desde tiempos prerromanos, habían sido centros de culto y lugares de tránsito espiritual.
Sin embargo, el cristianismo que llegó a estas tierras no cayó en un terreno virgen. La población local conservaba arraigadas formas de espiritualidad naturalista y animista con más de tres mil años de historia, vinculadas a los ríos, a los árboles sagrados, a las fuentes y a las cumbres.
En este contexto surgió una figura decisiva: Prisciliano. Su mensaje enfatizaba el ascetismo, el estudio de las Escrituras y una relación íntima con la naturaleza como vía de conocimiento espiritual, así como la consideración de que mujeres y hombres eran iguales en lo que a religión se refiere, promoviendo, en contra del dictado oficial de la Iglesia, la participación equitativa en funciones eclesiásticas y en las celebraciones litúrgicas. Por ello, su doctrina fue recibida con cercanía por las comunidades galaicas, que encontraron en ella un puente entre sus creencias ancestrales y la nueva fe.
Aunque Prisciliano fue condenado y ejecutado en el año 385 por herejía —convirtiéndose en la primera persona condenada a muerte por herejía por la Iglesia católica—, su influencia perduró durante siglos, especialmente en zonas rurales y montañosas como la Ribeira Sacra.
A principios del siglo V, Roma se encontraba en pleno declive, viéndose obligada a ceder paulatinamente territorios a lo largo de todo el Imperio. En Hispania, lo que realmente le importaba era mantener el control sobre el Mediterráneo, por lo que, ante el empuje de los pueblos bárbaros, acabó cediendo el control de la Gallaecia a los suevos.
Con su llegada, en la Gallaecia se produjo un encuentro entre dos mundos espirituales. Por un lado, la profunda religiosidad naturalista galaica, que encontraba lo sagrado en las fuentes, en los montes, en los árboles y en el fuego. Por otro, la fe arriana de los suevos, más sencilla que el catolicismo romano, más cercana a la idea de una divinidad ordenada y menos dependiente de imágenes y rituales urbanos.
Este primer contacto parece que no fue traumático. El pueblo siguió practicando sus ritos, y los suevos gobernaron sin imponer de inmediato una reforma espiritual. Pero, a mediados del siglo VI, la figura de San Martín de Dumio marcó un cambio importante. Con palabras firmes pero sin violencia, intentó guiar al pueblo hacia un cristianismo coherente y disciplinado. Señaló como supersticiones muchas prácticas rurales como encender fuegos rituales, colgar ofrendas en árboles o acudir a montes sagrados. Su objetivo era reorientar la espiritualidad galaica hacia un cristianismo católico y disciplinado. De esta época procede la división administrativa en parroquias vigente hasta la actualidad.
En el aspecto político —en el que no vamos a profundizar en este artículo— tiene lugar un hecho histórico: se proclama el Reino Suevo de Galicia, primer reino medieval de Europa, ya que fue el primer Estado independiente en establecerse tras la caída del Imperio romano de Occidente (411-585).
En resumen, el resultado de las modificaciones implantadas por la reforma de San Martín no fue una abolición, sino una transformación. Muchas costumbres rurales continuaron, pero se integraron en un marco cristiano: las fuentes se bendijeron, los montes se consagraron, las fiestas del fuego se reinterpretaron. La espiritualidad galaica no murió: se metamorfoseó.
Este proceso gradual preparó el terreno para la aparición de las primeras comunidades monacales. Los monasterios ofrecieron un nuevo modo de relacionarse con lo sagrado: silencio, oración, trabajo, contemplación. Y, aunque su mensaje procedía del cristianismo, su ubicación y su esencia dialogaban con la vieja alma de la tierra: lugares apartados, rodeados de naturaleza, donde el espíritu buscaba elevarse tal como lo había hecho siempre.
En esa convivencia entre lo ancestral y lo nuevo nació la espiritualidad galaico-cristiana que caracterizaría a Galicia durante siglos.
Un Camino Sagrado
En el siglo IX, el hallazgo de unos restos óseos en las cercanías de Compostela sacudió esta recóndita esquina de Europa. Adjudicados por la Iglesia al Apóstol Santiago desde un principio y sin ningún género de duda, en base a la tradición oral transmitida, no parece estar tan claro que sea así. De hecho, a día de hoy muchos expertos plantean que no es descabellado pensar que, en realidad, sea el hereje Prisciliano el que es venerado en ese sepulcro todavía hoy. No es descabellado porque se sabe que, tras su ejecución en Tréveris, sus restos, junto con los de algunos discípulos, fueron traídos de vuelta al noroeste, a los bosques que caminaba y habitaba, a las aldeas en las que predicaba una fe limpia, sin más objetivo que vivir en paz y en comunión con la naturaleza. Y no es descabellado que, estando más que contrastada su importancia y su fama, sus seguidores —muchos y muy fieles— acudiesen durante siglos desde todos los rincones de la Gallaecia para venerarlo.
¿Es posible que la Iglesia se inventase la historia de la barca de piedra con los restos del Apóstol con el objetivo de suplantar al verdadero ocupante del sepulcro? No lo sabemos, y por ahora la ciencia no ha podido afirmar ni desmentir ninguna de las dos versiones, pero resulta, cuando menos, curioso pensar que, si el Camino de Santiago fue ideado para tapar el culto a un hereje que se había extendido a lo largo de los siglos, millones de personas lleven siglos peregrinando desde todos los rincones del mundo cristiano para venerar los restos de un hombre que se enfrentó a los valores de ese cristianismo.
Dejando aparte este misterio, y esperando a que algún día se resuelva, el caso es que, con la expansión del Camino de Santiago, el noroeste se abrió al mundo. La Ribeira Sacra se vio directamente afectada por este hecho, ya que, para evitar las cumbres nevadas de O Cebreiro en los meses más fríos, muchos peregrinos escogían una ruta que desde Astorga viraba al sur para adentrarse en una Galicia menos dura siguiendo el curso del Sil. Así nació O Camiño de Inverno (El Camino de Invierno), una ruta que, además de servir para evitar los pasos nevados, facilitaba el acceso a Galicia desde la meseta y, con ello, el flujo de personas y mercancías en la Galicia interior y entre la meseta y Santiago, centro político, eclesiástico y económico.
Los monasterios de la Ribeira Sacra se integraron en las redes de peregrinación y hospitalidad: acogieron viajeros, custodiaron reliquias y difundieron saberes. Por los valles del Sil y del Miño circulaban acentos, técnicas y símbolos venidos de muy lejos. El flujo de peregrinos trajo apertura sin ruptura. Los caminos pasaban por tierras ya sagradas desde antiguo, y quienes se detenían en ellas encontraban no solo descanso, sino una espiritualidad arraigada, palpable y genuina: los rezos en latín se alzaban sobre antiguos altares paganos y la sacralidad cambiaba de forma, pero no de raíz.
Ora, labora et vinum mercare
Los monasterios actuaron como centros religiosos, culturales y económicos. Con privilegios y donaciones, controlaron tierras, organizaron el cultivo de la vid y administraron márgenes de producción que les reportaban alimentos, vino y renta. La viticultura en terrazas (los bancales o «socalcos») es una huella material clave: aunque hay indicios que remontan la presencia de la vid en la zona a la Antigüedad (incluso a época romana), la estructuración masiva del paisaje en bancales se consolidó en la Edad Media con la recuperación y la intensificación del cultivo por parte de comunidades religiosas y campesinas.
En la construcción de las terrazas, al igual que en los castros, las piedras, tanto las convertidas en sillares como las integradas en las estructuras en su forma natural en plena naturaleza, desempeñaron y siguen desempeñando un papel protagonista. Y no solo en las construcciones propiamente dichas: su capacidad para almacenar el calor del sol las convierte en calefactores naturales que influyen, sobre todo, en el proceso de maduración de la uva.
No obstante, esa profesionalización y acumulación de bienes por parte de algunos cenobios contrastaba con la experiencia originaria del eremita: el anacoreta buscaba la renuncia y la pobreza; la institución monástica que emergió aquí terminó gestionando tierras, cobrando rentas y participando de una lógica casi empresarial. Con el tiempo, la convivencia entre campesinos y monjes fue compleja: los labradores dependían de la tierra y, muchas veces, de los monopolios señoriales o eclesiásticos, quedando condicionada su fe por obligaciones laborales y tributos.
Sin embargo, para el campesinado de la Ribeira Sacra, la religiosidad no era solo doctrina: era práctica cotidiana y vínculo colectivo. Las romerías, tan presentes todavía en toda Galicia, son la mejor muestra de ello. Eran acontecimientos sociales a los que los campesinos de la comarca —e incluso de comarcas cercanas— acudían en masa. Peregrinaban a cruces situados en las cumbres, a iglesias con fuentes de aguas milagrosas, a espesos bosques en los que se levantaban santuarios que parecían fundidos con el paisaje, a santuarios a los pies de formaciones rocosas… Allí se celebraban (y se celebran todavía, en algunos casos) misas al aire libre, procesiones con la imagen correspondiente, comidas comunales, música e intercambio de favores y promesas. Una vez más, el legado de los ancestros, aunque vestido de santoral cristiano, seguía (y sigue) presente en la memoria colectiva.
El renacimiento del silencio
Pero, como siempre suele suceder, tras el esplendor llegó el declive. La ruta jacobea fue perdiendo importancia y, por tanto, generando menos beneficios; las sucesivas reformas eclesiásticas fueron mermando el poder de las congregaciones de la zona y, como broche final, la llegada al poder de los Reyes Católicos y sus políticas centralizadoras e imperialistas sumieron a Galicia en una depresión que se prolongó durante siglos.
Supuso el cierre de muchos monasterios importantes y la merma de muchos otros. Sin embargo, para el campesinado no trajo consecuencias tan trascendentales. Sí es cierto que el notable descenso de la actividad económica de los monjes disminuía la extensión de cultivos y, por tanto, la necesidad de mano de obra, pero la mayoría iba a seguir siendo igual de pobre. Así que ni cambió activamente su manera de ganarse la vida ni tampoco su manera de vivir la religiosidad.
La Edad Moderna pasó para ellos sin grandes cambios. Con el transcurrir de los siglos, los monasterios fueron perdiendo su esplendor hasta acabar, algunos, convertidos en ruinas. Sin embargo, muchas de las iglesias de esos complejos se mantuvieron en pie y a ellas siguieron acudiendo, generación tras generación, los habitantes de esta tierra a celebrar lo mismo que llevaban celebrando en esos mismos lugares desde tiempos ancestrales. Las mismas romerías, las mismas leyendas de mouras y xacias, las mismas fuentes milagreiras… Porque lo que hace sagrada a esta ribeira no son las iglesias, sino la persistencia del vínculo entre las personas y la tierra.
El nuevo despertar
Hoy, la Ribeira Sacra sigue siendo un espacio capaz de preservar memoria y engendrar futuro. El paisaje sigue hablando el mismo idioma antiguo y su espiritualidad, aunque mudada en forma y lenguaje, no se ha extinguido. Persiste en la manera en que sus habitantes se relacionan con su entorno, en su respeto por el ritmo de la tierra, en la mirada que reconoce lo divino en lo cotidiano y también en la emoción de quienes llegan de fuera y, sin saber bien por qué, sienten que este paisaje los contempla.
Tal vez sea eso lo que todavía la hace sagrada: su capacidad de despertar, incluso en el visitante más fugaz, la memoria de una fe que no necesita nombre. Quien la mira con atención comprende que lo que aquí perdura no es solo un paisaje, sino una forma de estar en el mundo.
Porque esta ribeira se hizo sagrada sin dejar de ser humana. Y quizás ahí resida, al fin, la verdadera sacralización de una ribeira pagana.
Documentación y redacción: Lorena González Blanco
Selección y edición de imágenes: Paloma R. Moure
Fondo fotográfico: Gustav e Marisa Rey-Henningsen (Cedidas por el Museo do pobo Galego)